La reciente propuesta de imponer aranceles al cobre por parte de Estados Unidos puede entenderse como una política comercial orientada a proteger la industria nacional y reducir la dependencia de ciertos mercados extranjeros, particularmente aquellos considerados estratégicamente sensibles, como China. Sin embargo, esta medida también tiene implicaciones serias para sectores industriales estadounidenses que dependen del cobre como materia prima, tales como la construcción, la electrónica y la industria automotriz.
El cobre es indispensable para la transición energética: la elaboración de paneles solares, redes eléctricas y baterías de litio dependen de él. Además, de acuerdo con las declaraciones del presidente estadounidense Donald Trump, el cobre es el segundo material más utilizado por el Departamento de Defensa, siendo esencial para la infraestructura militar, energética y de seguridad nacional. Entonces, si es tan importante, ¿por qué considerar un arancel a su importación? Existen dos hipótesis: la primera, que se busca incentivar la producción nacional y reducir la participación extranjera en funciones estratégicas; la segunda, que se pretende reubicar las cadenas de suministro alejándolas de rivales clave, en un esfuerzo renovado por reducir la dependencia económica de China y reforzando vínculos con países aliados, especialmente en América Latina.
Analizando el primer supuesto, caemos en la cuenta de que es insostenible a corto plazo, porque EE.UU. no produce suficiente cobre y, aunque ocupa el noveno lugar a nivel mundial en reservas, no puede dejar de importarlo.
El origen del 35% de su cobre, según datos del Servicio Geológico de Estados Unidos (USGS), proviene principalmente de aliados como Chile (38%), Canadá (23%), Perú (16%) y México (12%). Y si se obstaculizan las exportaciones de estos países, el golpe no solo sería industrial, sino también geopolítico, especialmente para economías como la de México, que exporta cobre refinado a EE.UU. En el segundo supuesto, reubicar las cadenas de suministro resulta un reto de gran escala. Un análisis de S&P Global estimó que, incluso si EE.UU. inicia hoy la transición para la construcción de una mina, los resultados no se verán reflejados antes de cinco años, por lo que esa estrategia puede generar incertidumbre para industrias que dependen de materiales clave, como el litio, el níquel o el propio cobre.
Ahora bien, otro punto clave es identificar con precisión las fracciones arancelarias que estarían sujetas al gravamen y hasta el momento no hay claridad sobre los productos específicos a los que se les aplicará el arancel. No todos los sectores estadounidenses consumen el mismo tipo de cobre, y una medida imprecisa puede traducirse en interrupciones específicas a lo largo de una cadena industrial, erosionando potencialmente la demanda del metal, que se utiliza en varillas, láminas, placas, flejes y otros productos tanto eléctricos como electrónicos.
Por ello, el encarecer el cobre importado, a causa de los aranceles, podría tener efectos contraproducentes: primero porque aumentan los costos en toda la cadena de valor; y segundo porque puede afectar a las industrias estadounidenses que dependen del cobre, restándoles competitividad y presionando los precios al consumidor final.
En lugar de recurrir a barreras arancelarias, sería más sostenible fortalecer los acuerdos bilaterales de beneficio mutuo, bajo una visión clara de la cadena de valor del cobre en su contexto estratégico, así como de su necesidad en la transición energética, la electrificación y la innovación tecnológica. Además, estos aranceles son una estrategia absurda para “salvar” una industria minera diminuta. El gobierno estadounidense provocaría más desempleos que beneficios: asimismo, sabotearía la manufactura, cayendo en el mismo escenario de 2018, cuando los aranceles al acero destruyeron más empleos de los que se generaron.
Por ello, creer ingenuamente que el proteccionismo mal aplicado puede tener consecuencias positivas es un error costoso, incluso para las industrias que pretende proteger. El cobre es un símbolo del futuro energético y tecnológico. Usarlo como ficha de presión comercial podría ser costoso en términos económicos, diplomáticos y ambientales.
Por último, mientras el mundo avanza hacia cadenas de suministro colaborativas y economías basadas en energías limpias, Washington apuesta por un nacionalismo anacrónico que sacrifica el futuro industrial en el altar del simbolismo político, denominado “seguridad nacional”.