La desaparición forzada es una herida abierta en el tejido social de México. Recientemente, el hallazgo de un rancho utilizado como centro de exterminio, con hornos de cremación clandestinos, ha expuesto una vez más la brutalidad con la que opera la violencia. Sin embargo, más allá del horror del hecho en sí, este caso deja al descubierto el sufrimiento silencioso e interminable que enfrentan las familias de las víctimas: el duelo ambiguo.
A diferencia del dolor provocado por la muerte confirmada, la desaparición impone un duelo inacabado, atrapando a los familiares en una agonía psíquica marcada por la incertidumbre. Sin cuerpo, sin verdad, sin cierre, las familias transitan un limbo emocional donde la esperanza y la desesperación coexisten. Este sufrimiento no solo erosiona el bienestar mental de las víctimas indirectas, sino que también las condena a un duelo que no tiene fecha de caducidad.
El limbo emocional del duelo ambiguo
El duelo convencional transita por etapas claras: negación, ira, tristeza, aceptación. Pero cuando una persona es desaparecida, el proceso queda suspendido. La mente no logra elaborar la pérdida porque no hay una confirmación definitiva: no hay un cuerpo, no hay un acto final. En su lugar, emerge un ciclo incesante de esperanza y desesperanza, conocido como duelo ambiguo.
En nuestra experiencia como psicoanalistas, hemos acompañado a madres, padres, hijos y hermanos que oscilan entre la convicción de que su ser querido volverá y la desoladora sospecha de que no lo hará. Esta ambigüedad emocional puede prolongarse durante años, alimentando síntomas de depresión, ansiedad crónica e insomnio.
El caso del rancho y sus hornos de cremación revela la dimensión más cruel de este proceso: cuando finalmente aparecen los restos, la esperanza se apaga, pero el dolor no concluye. En muchos casos, recibir un fragmento óseo o un vestigio irreconocible no ofrece un cierre real, sino que revive la brutalidad del crimen.
El costo emocional de la impunidad
En México, la crisis de desapariciones está acompañada por altos índices de impunidad, lo que agrava el sufrimiento de las familias. La falta de respuestas, la negligencia institucional y la revictimización por parte de las autoridades generan un desgaste emocional profundo. Las familias no solo enfrentan la ausencia, sino que también cargan con la angustia de la búsqueda incesante, sin garantías de verdad ni de justicia.
Este proceso prolongado impacta directamente en la salud mental:
● Trastornos de ansiedad generalizada: La espera constante genera hipervigilancia, pesadillas y respuestas de sobresalto ante cualquier noticia. ● Depresión persistente: La sensación de impotencia y la falta de cierre emocional profundizan el aislamiento y la tristeza crónica. ● Somatización del dolor: Dolores físicos, trastornos gastrointestinales o problemas cardíacos son manifestaciones comunes del estrés sostenido. ● El acompañamiento psicológico: sostener la esperanza sin invalidar el dolor
El trabajo terapéutico con las familias de personas desaparecidas requiere una sensibilidad particular. No se trata de promover la “aceptación” de la pérdida, sino de ofrecer un espacio seguro para expresar la rabia, el miedo y la esperanza.
Desde la Asociación Psicoanalítica Mexicana, hemos identificado que el acompañamiento debe centrarse en:
● Validar la ambivalencia emocional: Permitir que los familiares expresen tanto la esperanza como la desesperanza sin ser juzgados. ● Trabajar la culpa y la impotencia: Muchos familiares sienten culpa por no haber protegido a su ser querido o por continuar con su vida. La terapia ayuda a liberar esta carga emocional. ● Promover rituales simbólicos: Aunque no haya un cuerpo, los rituales de homenaje, como crear un altar o escribir cartas, permiten canalizar el dolor y preservar la memoria.
Como sostiene la Dra. Dolores Montilla Bravo, presidenta de la Asociación Psicoanalítica Mexicana y especialista en trauma, además del trauma primario —que es la desaparición forzada de un ser querido—, existe un trauma secundario, agravado por la reacción social, que profundiza aún más el dolor de los familiares. Este fenómeno se manifiesta de las siguientes maneras:
● Revictimización: Los familiares son juzgados o señalados con afirmaciones estigmatizantes como: “¿En qué estaba metido?”, “Seguramente hizo algo para que le pasara esto” o “Su familia debe ser disfuncional”. Estos comentarios no sólo invalidan el dolor de los allegados, sino que también los responsabilizan implícitamente del crimen, aumentando su sufrimiento.
● Desgaste financiero: La búsqueda incesante agota los recursos físicos, emocionales y económicos de la familia. Gastos en desplazamientos, trámites legales, análisis forenses o investigaciones privadas generan un impacto financiero devastador, mientras la incertidumbre se prolonga.
● Aislamiento social: Con el paso del tiempo, las personas cercanas a las familias suelen distanciarse, ya sea por incomodidad, por no saber cómo acompañar el dolor, o simplemente por evitar enfrentarse a una realidad tan abrumadora. Este alejamiento acentúa la soledad emocional de los familiares, quienes quedan atrapados en un duelo sin cierre.
Memoria colectiva como reparación emocional
El caso del rancho, con sus hornos clandestinos, es un recordatorio brutal de la urgencia de la verdad y la justicia. Pero más allá de la reparación legal, las familias también necesitan una reparación emocional. La memoria colectiva es una herramienta poderosa: nombrar a las víctimas, exigir su dignidad, honrar su historia.
Como sociedad, tenemos la responsabilidad de acompañar a las familias en su duelo interminable, no solo con empatía, sino también con acciones concretas que garanticen el derecho a la verdad y la memoria. Porque solo así será posible empezar a cerrar las heridas invisibles que deja la desaparición forzada: esas que marcan el alma y el corazón de quienes esperan sin certezas.